La
misma pesadilla me atormenta noche tras noche y no me permite descansar en paz.
Despierto repentinamente tumbado en una camilla de urgencias, atado de pies y
manos y sin modo de escapar. Intento liberarme de algún modo hasta que de fondo
oigo gritar a una mujer, ruega auxilio y repite varias veces las palabras “No estoy loca, sé lo que vi, no
estoy mintiendo”. Dejo de oírla gritar
después de que una puerta se cierra bruscamente, es entonces cuando por alguna
razón que desconozco la habitación donde me encuentro tiñe de sangre las
paredes. Por consiguiente, un enfermero irrumpe en mi habitación arrastrando
una segunda camilla con un segundo paciente atado de pies y manos, la
diferencia es que este está desnudo y al parecer fallecido. Aprovecho el
momento en que lo ubica a mi lado para preguntarle donde me encuentro, pero no
parece querer escucharme. El enfermero, ignorando mi presencia, reúne
herramientas médicas en una bandeja y sin algún tipo de escrúpulos comienza a
utilizarlas en el cadáver. Primero, con la ayuda de un escalpelo, divide en dos
el pecho del paciente, luego extrae su corazón y lo deposita a un lado de la
misma bandeja. Posteriormente, vuelve a unir las dos mitades del pecho con una
grapa quirúrgica, y sin demorarse, procede abriendo la boca del paciente y
amputándole la lengua con unas pinzas. A continuación, cose la boca de este con
aguja e hilo y cuando finaliza se sitúa a un lado de la cabeza para llevar a
cabo su último propósito: extraerle el cerebro. El enfermero agarra una hoja de
afeitar de la bandeja y la usa para separar el tejido que cubre el cerebro.
Después, con un martillo también quirúrgico, golpea varias veces los huesos del
cráneo para deshacerse de ellos y tomar el cerebro sin ninguna complicación. Para
enlazar nuevamente la parte de la cabeza extraída, usa la grapadora que
anteriormente utilizó para unir los dos extremos del pecho. En vista que
finaliza su trabajo, guarda los tres órganos amputados del paciente en botes
independientes, estos de diferentes dimensiones y llenos de lo que a simple
vista parece ser agua amarillenta. El enfermero abandona la habitación
llevándose consigo los botes, y yo, aterrorizado por haber sido testigo de
dicha escena, procuro intentar liberarme de nuevo. Por más que lo intento es
imposible, quien fuera que me haya atado lo hizo de forma que no pudiera
desatarme sin la ayuda de alguien. Agotado por los intentos de soltarme, grito
a los cuatro vientos que alguien me ayude, pero tampoco parece dar resultado. De
repente, el mismo enfermero regresa a la habitación y se lleva fuera al
paciente que hasta hace unos instantes estaba tratando. Yo aprovecho su regreso para rogarle que me
suelte pero continúa negándose a escucharme. Me quedo solo en aquella habitación,
aún atado a la camilla y muerto de miedo. Afortunadamente, según como se mire,
el enfermero regresa por tercera vez a la habitación y esta vez para atenderme.
Sin embargo, sigue sin querer escuchar mis ruegos, solo se limita a llevarme
fuera y arrastrarme por el pasillo del supuesto hospital. A medida que
avanzábamos, yo echaba un breve vistazo a lo que ocurría en las siguientes
habitaciones a través de los cristales, de ese modo, empiezo a sospechar que no
me encuentro en ningún hospital, no en un hospital de urgencias, a juzgar por
lo que estaba viendo me encontraba en un hospital psiquiátrico. Pacientes
vestidos con mi misma vestimenta, es decir, una bata de color azul oscuro,
ocupaban el resto de las habitaciones. Algunos simplemente paseaban en el
interior, otros estaban tumbados e igual atados que yo, otros golpeaban la
puerta con el fin de que la abrieran, otros estaban sentados en el suelo y
otros con las manos en la cabeza se balanceaban de un lado a otro. Como es
obvio, no tenía por qué estar en un hospital psiquiátrico, no estaba loco ni
nada parecido, y que yo recuerde no había cometido ningún delito como para
ingresarme en él, así que, me negaba a que el enfermero me siguiera arrastrando
por el pasillo. Le gritaba que no estaba loco, que quería volver a casa, que me
desataran inmediatamente y que no tenían ningún derecho en hacerme lo que me
estaban haciendo. Pero como era de suponer, el enfermero no iba a tener en
cuenta nada de lo que le dijera por mucho que le gritara, de hecho, lo único
que iba a conseguir era quedarme sin aliento.
Después de atravesar el pasillo, el enfermero me adentra en un ascensor
y pulsa el botón del último piso. Él abandona el ascensor antes de que se
cierren las puertas sin decir palabra y yo me quedo solo a la espera de llegar
al último piso. En cuanto se abren de nuevo las puertas, un enfermero distinto
me saca del ascensor y me empuja por el pasillo. No oigo más que lamentos de
pacientes de ambos sexos, gritos, golpes, frases sin sentido y risas
escalofriantes. Me situaba ahora en el piso de las celdas, donde los enfermeros
encierran a los pacientes y mínimamente los tratan. Pienso que voy acabar en el
interior de una de ellas cuando sin esperarlo el enfermero deja de arrastrar la
camilla, retrocede sus pasos hasta el ascensor y baja por él. Vuelvo a quedarme
solo y sin nada que poder hacer, tan solo puedo dedicarme a seguir escuchando
los manifiestos de los pacientes encarcelados.
¡Me encanta!
ResponderEliminarEstá muy bien la historia, ¡incluso me he metido en ella!
Sigue así, mi amor, que vas muy bien =D
¡Te amo! <3